Por Ramón Pacheco Aguilar.-Necesito escribir unas letras que expresen mi sentimiento por la partida sin retorno de un gran Amigo a quien no atendí como debiera en los últimos meses de su vida. Por ello, hoy no hablaré de ciencia, ni de política, ni de los desaciertos de la casta gobernante que oprime y lastima a nuestro México. Prefiero recordar la letra de aquella bella canción de Alberto Cortez que describe el sentimiento de ausencia del Amigo que siempre creímos estaría ahí.
Recuerdo aquel abril de 1989 cuando regresaba a Hermosillo después de concluir mi doctorado en los EEUU. El objetivo, entonces, era desarrollar un Programa de Investigación en Ciencia y Tecnología de Productos Pesqueros en CIAD. Para ello, sabía que lo primero que tenía que hacer era investigar quién trabajaba ya en esa área en la región y establecer, de ser posible, lazos de colaboración que me permitieran eficientar mi estrategia productiva y el impacto social de mi actividad como nobel investigador. De esa búsqueda emergieron dos futuros Colegas; sin embargo, uno de ellos destacaba en la identidad de su trabajo con mi interés, quedándome “como anillo al dedo” coloquialmente hablando. A la brevedad lo contacté, primero telefónicamente, y me encaminé a su encuentro al Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste (CIB), un Centro Público de Investigación del CONACYT ubicado en La Paz, BCS.
Fue por mí al aeropuerto. A lo lejos, fácil me fue identificarlo pues era la imagen misma de un investigador joven. De vestir austero, cabello crecido y su típica bolsa que lo identificaba como oriundo de la Ciudad de México. Su formación académica y científica la obtuvo en la UNAM; Puma, como parcialmente lo soy yo; nuestra primera identidad. No me tendió la mano, sino que me ofreció su primer abrazo como sello de lo que sería una amistad que perduraría todos estos años, acrecentada por nuestras discusiones no solo científicas sino políticas, morales, éticas, filosóficas y por supuesto musicales, porque como un servidor era un gran melómano adoratriz del rock, del blues y de la música clásica. No paso mucho tiempo para que empezáramos a llamarnos “Compadres”.
Era un enzimólogo experimentado en enzimas de peces. Con mi enfoque en tecnología de productos pesqueros hicimos un complemento funcional y productivo. Su experiencia era tal, que lo considere mi maestro en el tema y así trabajamos en la elaboración de proyectos y en la dirección de tesis de posgrado. Nos involucramos en el Pacific Fisheries Technologists Group (PFT), una organización internacional de científicos e industriales en pesca, del cual ambos, en su momento, fuimos presidentes, trayendo su congreso anual a México durante nuestras respectivas presidencias.
El rigor científico lo traía en las venas. Estricto, muy estricto, tal vez demasiado, no dejaba a nadie vivo. Difícilmente daba su brazo a torcer. Temido tanto por Colegas como por sus alumnos y los míos también. Sus visitas a CIAD eran epopéyicas. “Así que es su amigo el doctor, me preguntaban; mientras yo les respondía, no, es mi Compadre”. Me llamó la atención al menos un par de veces cuando me reclamaba que debía centrarme más en la ciencia y menos en la tecnología. Finalmente le hice caso y las cosas me resultaron mejor.
Nuestra amistad se tornó en una bonita relación familiar.
Y nos dice Alberto: “Cuando un Amigo se va queda un espacio vacío. Cuando un Amigo se va se detienen los caminos y se empieza a revelar el duende manso del vino”. Cierto, muy cierto. Ahora Compadre, galopas tu destino. Voy a extrañar a mi gran Colega y mejor Amigo, Dr. Fernando Luis García Carreño. DEP.